El texto que leerá a continuación tiene trazas de atropello contra su país y hacia todo lo que concierne a su etnia. Si no quiere ser reflexivo con lo que ocurre con su pituitaria colombiana, le sugiero abandone de inmediato este texto y procure invocar a la madre del escritor bajo su lengua bendita... Quizás así el escritor tome consciencia de una vez por todas, corrija su comportamiento y actúe finalmente como un ser humano decente, comedido y recto.
Confieso mi repugnancia por la charlatanería populista
y más si se adereza con modales untuosos.
Antes que el patriotismo farsante prefiero a un separatista.
Al menos, sabe uno a qué atenerse.
Antes que el patriotismo farsante prefiero a un separatista.
Al menos, sabe uno a qué atenerse.
Cristina Losada
El patriotismo es la virtud de los depravados.
Oscar Wilde.
Ella estaba sentada en la terraza y meditaba sobre la vida, con ese arte paciente de quitarse la horquilla lenta y con ligera presunción a la espera de su almuerzo retrasado. Su desborde de felicidad se denotaba con su infantilismo pueril en jugar “candy crush” y, al parecer, no lograba encontrar mayor satisfacción en sus afectos más allá de esperar una llamada. Intercambiaba el jugueteo de sus cabellos castaños con teclear sobre su iphone de última generación; esto interrumpido por el carraspeo ligero de su garganta a tiempos infrecuentes.
Allí estaba yo, a su lado, en la otra mesa, mirando con disimulo su derroche de aburrimiento, mientras mis sorbos de café eran constantemente interrumpidos por un par de adolescentes contiguas criticando a los hombres de su colegio con aire desprendido e inmaduro... situación normal en un café cualquiera...
La mesera agripada, quien a trancas y barracas atendía lo mejor que podía, le llevó a la mujer un menú “light” repleto de enunciados de bajas calorías y mucho vapor en cada plato. Ella comía solitaria con esa obcecada obsesión de mirar su celular ante cualquier repiquetear de cada mensaje, mientras cruzaba sus piernas bajo una falda larga negra. Se le notaba insegura, tímidamente abstraída y eso llamó mi atención.
La chica “candy crush” recibió una llamada que la hizo espabilarse con ligera agitación:
-¿aló? Hola...si...aja...pero, ¿por qué me dices eso? Tu estás en México y yo sigo aquí y te quiero ver pronto...
Yo, en son de alimentar mi desmedida curiosidad, agucé mi oído, mientras ella continuaba su conversación sin notar mi interés:
-¿¡Cómo!?... No, nada... No, ella me dijo “Ana, necesito que me entiendas”... aja... está bien... oye, ¿viste el partido de la selección Colombia? Ayer me puse la camiseta,... síiiii... me sentí tan bien... claro, ¡una chimba mi país!...¡ja ja!....
Sentí la ruina... pensé que se gestaría una buena historia de drama, que quizás ella se sentía poco amada, poco querida... quizás su amor no era correspondido... ¡en fin! Mil ideas fracasadas en un instante por un trapo tricolor y una vanagloria efímera... No negaré que me dolió...¡Quería que mi lápiz fuera estimulado! Pura potencia austeriana pero sin tanto finolis y coqueteo fatuo. Un drama al mejor estilo de Victor Hugo, pero sin catedrales, sin tanto trote y con mucha expresión sobrecogedora...
Como me han arruinado mi cuento, afloré toda mi energía escrita (y mi obvio malestar consabido) hacia algo que pueda darme algún tema a tratar. Sentado en aquel café recordé la última frase que dijo nuestra amiga y, junto con su nacionalidad (y obviamente la mía), me vi tentado a escribir sobre que significado tiene ser colombiano. De inmediato pensé que es un tema trasnochado, enmarcado por mucho sentimentalismo y por alguno que otro improperio foráneo. Esto me azuzó a escribir...
Así, me vi abocado a pensar que sería del colombiano despojado de su cédula y su madre; sin su Ricaute y sin su pandebono, sin su bandeja paísa y sin su fiesta de negros y blancos; sin sus empanadas de cambray y su buen chicharrón crujiente; sin su pan aliñado; sin Sanandresito y las ganas de regateo barato; sin empanada con ají y sin su recalcitrante frenesí fiestero.
Aviso de antemano que ningún trapo tricolor; afluencia de pesares y dolores; chauvinismos de relación pasional-imprecatorio y alegorías pre-Colombia me identifican como miembro de ese territorio. No me enorgullece ni una bandera ni un himno repleto de sacrificios cruentos, glorias bélicas hiperbólicas y denodados principios patrios manoseados y acartonados. No me siento representado por el mejor presidente que ha tenido Colombia (me perdonarán aquellos que orinen azul prusiano); me repudia esa plétora abanderada de tricolor de cada 20 de julio o en cada fiesta nacional, cada himno nacional con pecho henchido; no me enorgullece cada patada bien dada de Falcao y atribuírmela como mía; no hago mío a James Rodríguez (aunque juegue con el nunca bien ponderado Cristiano “el fatuo” Ronaldo) firmando para Pacific Rubiales su nuevo comercial; no tengo altivez por cada cantata de Juanes, Shakira o Carlos Vives y otorgármela como propia. No puedo hacer mía cada investigación de Rodolfo Llinas, Adriana Ocampo o de Jorge Reynolds... ¡lo siento impropio! Me siento tomándome atribuciones sobre esfuerzos no consagrados, esfuerzos a los que no he aunado fuerzas para empujar... esto sin quitar merito y valor a su trabajo y tesón...
Además odio ese etnocentrismo rodeado de leyendas urbanas auto-atribuidas comercializadas y poco fundamentadas: Hablar el mejor español del mundo; ser los ciudadanos más felices sobre este podrido orbe; tener el mejor café marca Juan Valdez de campesinos "made in Cenicafe"; tener una víscera sangrante entre espinas como símbolo... son sólo estigmas y vestigios de una señalización mundial que pierde calidez y valía por diplomacias ostentosas.
Sin quitar el hecho que, debajo de todo lo anterior, mis compatriotas y yo sufrimos un mal que denomino el síndrome del lactante: bellos, hermosos, dulces y desbordantes de ilusión... ¡pero cagados cada vez que se les ve en el interior!
Lo sé...tengo una crisis de identidad...algún día la tendría que tener, ¿no? Pero esta es una de mis tantas estadías en el exterior y siempre veo lo mismo: ese exabrupto, ese frenesí, esa altiva necesidad colombiana de enaltecerse como nación sobre otras. Esa Colombia futbolera post-mundialista y amante de Pekerman; esa Colombia repleta de egos televisivos; esa que prefiere una ponerocracia (del color que sea) de grandes egos encontrados en parlamentos a cambio de una a una república imperfecta pero más sensata; esa Colombia que se traslada “transatlánticamente” en pantalla internacional que encomia “Colombia es pasión”; esa notable y latente dualidad del colombiano que, como una máscara de Jano, nos sujeta al nacer, que me hace notar que adoptamos lo mejor y lo peor de un ser humano y que nos negamos a asumir... ¿será que todo eso reúne con efectividad la Colombia profunda? ¿Será que la Colombia que usted ve, dentro o fuera, es la Colombia que nos identifica?
Si es así y, viéndolo bajo lupa, la identidad de ser colombiano no tendría nada diferenciable a la identidad de un argentino, un brasileño, un ruso, un chipriota o un esquimal. Esto, condicionado bajo una óptica territorial, futbolística y repleto de simbolismos patrios y políticos no representa sino una cadena repleta de arquetipos violentos, inanes y acomodados que, si los suplanto en un espacio de 4 líneas geográficas en otro lado, terminaré queriendo a Gamal Abdel Nasser, me daría escalofríos el retorno de Faruq, tendría por mascotas camellos y estaría criticando otra bandera tricolor.
Entonces, ¿qué significa ser colombiano? ¿es la evocación de un 5-0 de antaño?¿una patria boba?¿un sancocho?¿creernos mejores que los ecuatorianos, los venezolanos y los peruanos juntos? ¿suponer ser mejores bailarines de salsa y merengue?
La pregunta me dio vueltas por muchos días y, a modo de investigación personal, me tomé el atrevimiento de hacer una encuesta, ligera pero sensata, sobre qué significa pertenecer a un país. De este modo, me largué al bar y, en medio de cervezas (más de las que ustedes esperarían), consulté a mis cofrades chilenos e inadvertidos conejillos de indias lo que significa ser pertenecientes a su patria. Mis resultados no fueron satisfactorios... ¡pero hubo múltiples respuestas! Entre ellas: “Ser chileno es matar peruanos” (¡!), “ser chileno es ser revolucionario”, “ser chileno representa mi patria” (¿?)...
Creo que escogí mal sitio y mala hora para hacer la pregunta, además porque terminé con mis cobayas experimentando con vodkas y cervezas artesanales deliciosas, discutiendo por n-esima vez la teoría expansionista del universo, lo buenona que estaba Amélie Nothomb y qué fue primero el huevo frito o la gallina al horno.
Al siguiente día, después de un guayabo feroz, continué con mis pesquisas identitarias y me encontré con más reflexiones críticas hacia Colombia... ¡incluso ya estaba teniendo una crisis con Manizales! (que dejaré para otro escrito). Ni Lobaczewski, ni Barth, ni Levi-Strauss me salvarían de esta... ¡No me echen la culpa a mí! ¡Fue la fuerza del guayabo!
Sin embargo, después de esta arenga en neurastenia aflorada, ¿qué nos queda? ¿nos quedará algo? ¿somos esclavos de nuestra condición y del tiempo?¿no habrá alguna cosita por rescatar?¿no se salvará ni Jota Mario Valencia y ni su avinagrada pandilla?
Creerán ustedes que, después de todo esto me queda sólo la repulsión por mi país. ¡Todo lo contrario! Al verme forzado a encontrar el acicate para amar a Colombia encontré más de lo que podría imaginar. Ya desde un inicio per se, siento que Colombia provoca en mi sensaciones por el simple hecho de que casi el 99% de toda gente que conozco, quiero y aprecio nació y reside allí. Colombia ya encierra mi pasado, mis encontrados sentimientos presentes y mi añoranza de mejor futuro. Allá, en ese recodo de Suramérica se encuentran tantos lugares de mi recuerdo: Manizales, Santa Rosa de Cabal, Santa Marta, Pereira, El Lembo, Medellín...
Como no recordar mi infancia con esas tardes manizaleñas, con un cálido sol de tierra fría con mi triciclo azul al arrojo del irrefutable efecto de la gravedad, a falda en pleno, y teniendo como freno mis zapatillas marca Bata. Recuerdo esto con el aplauso de mi papá, mientras subía la inclinada pendiente con el triciclo al hombro y los ruegos de mi mamá por no quebrarme mis posaderas que cumplían los seis años...
Recuerdo mi infancia con el primer viaje a la costa, mi primer tractomula colorada de madera (sí, esas que vendían antiguamente en las carreteras), la primera vez que fui a la ciudad de hierro; aquellas caminatas bajo la lluvia, mientras hablaba sobre mi mundo idealizado y el aroma de asfalto mojado llenaba mis sentidos... Muchos recuerdos me unen a Colombia...
En Colombia están las raíces de lo que soy y de lo que seré; es la tierra de la cual mi vida empezó. Allí aprendí a coger mangos y ciruelas, subir a los árboles, conocí los paisajes de mi ensueño, aprendí que no hay mal que dure cien años, aprendí a bailar (aunque no me guste admitirlo), jugué con mis amigos en bicicleta, aprendí a coger bolos, mis primeros paseos al río... esa tierra enmarca mis cambios, mis sueños y mi deseosa plenitud.
¿En qué otro país podría tener la posibilidad de tener a 30 minutos lluvioso frio y luego un radiante sol veraniego? Recuerdo aquellos trayectos con paisajes llenos de verde alrededor de las imponentes montañas cafeteras cuando el viento suave toca mi frente y alborota mis cabellos, mientras la temperatura sube suavemente. Recuerdo cuando salía a las montañas de Manizales durante la mañana a ver la cotidianidad de la ciudad en la lejanía, me maravillaba con el paisaje, entretanto las vacas pastaban y los campesinos me saludan amablemente.
Al vivir en tierras cafeteras tuve la fortuna de vivir mis mejores experiencias entre las plantaciones de café. Jugar a las escondidas entre los arbustos repletos de puntitos rojos; secarme al sol después de un buen chapuzón junto con los granos secos de café, mientras mis pies descalzos juegan con algún granito inquieto; ayudar a mi mamá a buscar algún saltamontes hambriento que se ha comido nuestras semillas; caminar en la noche de luna llena donde las plantas no parecen tan fantasmagóricas... ¡eso sí! con buena compañía... que tal uno solito por ahí, ¡ja! Vaya uno y le salga a uno la madremonte o la patasola...
Eso me recuerda la encantadora capacidad para que seamos dueños de nuestras fantasías y nuestros sueños. Somos gestores en salir adelante, ¡emprendedores dominados por el ánimo!; no nos dejamos amangualar por la desgracia, ni por nuestra mala suerte, ni el mal augurio. Esa resiliencia generosa, ese ímpetu inacabado y siempre enérgico es admirable (y créanme, ya bastante escasa). Con reverencia veo en la gente las ganas de ganar y vencer la adversidad a costa de trabajo y esfuerzo; hay en ellos habitualmente una consagración por el trabajo que supera la misma violencia intrínseca en nosotros. Somos creativos en el arte de sobrevivir, llegando a puntos de ayudarnos entre nosotros sin reparo y a costillas de compartir lo mucho o poco que tenemos... incluso por encima de nuestro tiempo y posibilidades, sólo con el candor de la voluntad.
Extraño las guayabas, las piñas, las moras, los mangos, los limones chiquitos que me puedo comer con cáscara y me hacen arrugar la frente. Extraño ir caminando en la calle y recordar ese aroma a chocolate caliente al caer la tarde cuando caminaba falda abajo por la cuadra de antaño. Recuerdo como llega ese aire a arepa caliente con queso y esa voz maternal que me llama a tomar el “algo”, mientras yo celebro mi comida girando mi rostro al pedacito de tarde que me queda...
Como no olvidarme del currulao, la cumbia, el pasillo y tantísimos géneros más. Ese coro “el pescador... habla con la luna, el pescador... habla con la playa, el pescador... no tiene fortuna, sólo su atarraya”... o “Ay sí sí yo no soy de por aquí, Ay sí sí yo vengo del Casanare”, o “ay ay ay ay no jale pa'lla, no tire pa'ca...”. Como no sentirme pleno y lleno de alegría al escuchar El Bunde Tolimense, Esperma y Ron, El Campesino Embejucao, La Cumbia Cienaguera, El Cafetero, El Chaflán o, incluso con la trilladisima Rebelión de Joe Arroyo (El hecho de disfrutar una canción a punta de nuestra cabriola saltarina y recordar eventos narrados en esa trágica epopeya, es un gran exponente de la paradoja del ser colombiano... ¡ven lo que les digo! Resiliencia.)
Esta música, esta expresión de poesía desde la más profunda Colombia ,¡sí son mis himnos! Esa autenticidad colombiana me llenan de orgullo al saber que puedo disfrutar de esos géneros in situ. Sus letras expresan la cotidianidad de antaño y de siempre. Sin prisa de consumo, sin florecimiento de odios, pureza de la expresión más delicada de mi tierra.
Destacando todo esto y más, Colombia es mi tesoro y el suyo también. Quiero morir en esa tierra pero no morir por ella. No puedo forzar mi corazón a la entrega de alguna injusta confrontación bélica, sea cual sea... y para quien sea. Quiero creer que los colombianos podremos salir del aprieto que nos ha ofuscado por décadas, sin elucubrar fórmulas complicadas, clamar por adalides biliosos y cruentos o esperar que los suecos o los noruegos nos vengan a salvar.
Hay que potenciar nuestra condición benigna; nuestra interacción con el mundo debería mostrar nuestro exotismo, nuestro aroma peculiar, nuestra destreza y osadía convicta por nuestra energía interna indistinguible. Ya es hora de ver nuestros actos y consecuencias alejando nuestras características perniciosas auto-infundadas o nuestras proclamas de victimismo patriótico y político.
Nos hace falta apropiarnos de lo nuestro como conjunto y no por secciones. Requerimos apropiarnos de esa Colombia profunda que yace en las entrañas de cada uno de nosotros y que late por salir adelante...
Bueno, sólo me queda quitarme estos vestigios de guayabo. Ya quiero estar entre ustedes para otra sesión de perentoria abundancia de teorías bajo el influjo de cerveza águila y, por qué no, uno que otro aguardiente caldense.
“Colombia es como una mujer fatal, de esas que lo marcan a uno para siempre: puede que haya unas más guapas, más cultas, más adineradas, pero uno la quiere a ella…
Por encima de todas las cosas. Por algo será.”
Por encima de todas las cosas. Por algo será.”
Oscar Trujillo M.
A.A.K
Pala - Colombianito.
Qué será de mi país. Silvia Viviana